Memorias papilares
Soy muy elemental con la comida. Sin ser ajeno a los placeres del gusto, los míos suceden con poca frecuencia y con cosas sencillas. Sucedían, por ejemplo, cuando llegaba del colegio al restaurante de mi viejo y comía pan con Coca-Cola o iba a la cocina y sacaba pedazos fríos de pollo de la nevera para comérmelos con sal, o con las changuas de mi madre, toda la vida, o más recientemente de una tienda cerca al apartamento donde vivía, o una pasta con papas que hice una vez en el páramo después de pasarme horas limpiando y pelando unas papas recién cosechadas que me regalaron generosamente unos campesinos, o los sánduches de cordero en San Antonio (la última carne que abandoné antes de hacerme vegetariano), un pollo a la nosequé que me comí en un restaurante al lado de Herencia Verde para premiarme por haber terminado un informe extenuante, o unas lentejas que preparé en Cali como en el 98, o unas cosas de chocolate que se llaman Pingüinos y que comía en la época Luisa, también en Cali, o trufas de chocolate (lo más rico era comerlas mientras Marcelita se reía de ver cómo el placer me hacía torcer los ojos), o la sopa de tomate a en la pizzería de El Patio...
Goces infantiles y lujuriosos.
Goces para tener presente que uno es también el que enguayabado toma changua y la agradece y es feliz de esa manera semejante a aquella con la que anoche veía brillar relámpagos y después miraba huir la corriente del río bajo el puente...
Goces infantiles y lujuriosos.
Goces para tener presente que uno es también el que enguayabado toma changua y la agradece y es feliz de esa manera semejante a aquella con la que anoche veía brillar relámpagos y después miraba huir la corriente del río bajo el puente...