Con Constanza tuve la mejor relación afectiva que he tenido en mi inestable vida. Duré años tras ella y los meses que pasamos fueron felices. Muy felices. Esa sensación estándar que acaso no sea sino un estilo sentimental, un imperativo evolutivo, un espejismo mediado por hormonas y neuroreceptores, pero que igual surtió efecto no sólo por el embobamiento sino también por la alegría y la serenidad. Le escribía cosas tontas y bonitas, con dibujos. Le llevaba el desayuno a la cama. Viajé con ella un pedazo mágico de la Costa Pacífica. Y luego la dejé. La dejé después de recibir de ella una carta preciosa, llena de colores, escrita en espiral. Ya no recuerdo por qué renuncié a la felicidad con ella.
Ya nunca pudimos volver.
Vinieron después dos años de infierno en el corazón, que también por otras cosas fueron dos años hermosos. Luego un año al otro lado del Atlántico, luego 5 años de mierda espesa.
Y hoy me la encontré en el messenger, y de nostalgia me habría quedado toda la tarde llorando.
La felicidad era algo
tan sencillo. Soy una cosa triste y gris que comenzó a pudrirse desde adentro. Un hedor dulce me disfraza.