Michael Alberico, mi profesor de ecología evolutiva de vertebrados terrestres, de mastozoología,
fue asesinado ayer, de un tiro en la cabeza, en Cali. Lo mataron para robarle el dinero que acababa de retirar y su portátil.
No recuerdo cuándo fue la última vez que lo ví, hace varios años. Pero recuerdo que entre todos los profes con los que comenté mi desazón con la biología, con la ciencia, fue el único que comprendió. En ese entonces me prestó un libro:
Zen and the Art of Motorcycle Maintenance. La historia de un viaje, la historia de una obsesión intelectual que desemboca en la locura.
El profesor Alberico creía que yo podía terminar en un rumbo mediocre o trágico, en las caídas a la que lleva cierta lucidez desesperada. Pero el préstamo del libro no fue un acto de advertencia, fue un acto íntimo de empatía de un maestro. Un maestro. Más que por ninguna otra cosa, más que ninguna experiencia académica, eso bastó para considerarlo tal.
Sigo en este laberinto intrincado que recorremos a quienes nos arrastra el tejido complejo del mundo, nuestra sensibilidad, nuestra idea de justicia, de dignidad, y al mismo tiempo, la tragedia de saber que nada tiene sentido en el mundo. El profe Alberico contempló aspectos de ese animal equívoco que fuí, que soy: la arrogancia intelectual, la intransigencia de los principios, la confusión desencantada.
Hace algún tiempo vivía en esta urbe gris. No tuve el elemental valor de ir a verle, para no mostrarle esa bestia perdida que sigo siendo.
Ahora... ahora.
Esa afirmación, esa negación absoluta que es la muerte y el dolor de los recuerdos.